La Cincuenta y nueve

Me levanto nuevamente esperando que los minutos corran, vuelen y que, como todas las mañanas tu rutina sea la misma.

Después del desayuno, reviso los cuadernos y los libros de los cursos de hoy y salgo mirando el reloj: 7:15 a.m. Tengo 14 minutos para llegar al paradero.

Camino por la vereda de sale de la Jorge Chavez. Son sólo dos cuadras hasta la Tomás Marsano, pero que largas se hacen las cuadras cuando estás apurado. Ni cuenta me he dado que en esta mañana de agosto el piso estaba húmedo de la garúa tempranera. Camino pegado al «Maracana», el parque que corre a lo largo de la avenida y diviso el carrizo que crece cerca al grifo. Un par de cuadras mas…

Cruzo la avenida… A esta hora sigue casi desierta… Me cruzo con un Venegas que acaba de ampliar la ruta hasta por acá. Mirar a la derecha y a la izquierda y cruzar la delgada pista que me acerca a mi primera parada.

Pasando el puesto de periódicos puedo ver al fin al primero de la cola. Ese señor que parece profesor o burócrata. Siempre con los mismos lentes, el mismo terno y el mismo maletín. ¿Cuál será su paradero final?

Luego vienen los mismos de siempre: la secretaria (que apuesto que es secretaria) que ni bien se sienta saca la maletita con todos los instrumentos de maquillaje y que con pericia conoce todos los baches del camino para no inscrustarse el lápiz de color el el ojo; los dos hermanos que uniformados se sientan uno frente al otro, terminando apurados la tarea que no hicieron el día anterior. Una señora muy seria que no mira a nadie y que parece muy triste.

Hago mi cola. Llega el bus con su característico sonido ronroneante. La cincuenta y nueve. Abre sus puertas delanteras y subo con el cambio exacto para que me de mi boleto color mostaza que dice en letras modernas ENATRU.

Tomo asiento en el mismo sitio de siempre. Frente a la ventana de emergencia que tiene los asientos que se miran uno al otro. El bus se va llenando y como cada mañana quedan muy pocos sitios libres, pero se que dos paraderos mas tu subirás y te sentarás frente a mi.

Estoy seguro que esta vez si levantarás los ojos del libro que finges leer y que yo haré lo mismo y conversaremos lo que queda del camino hasta que te bajes pasando el Colegio Belén. No sé porque pienso que este viaje será diferente.

Esta vez no saco nada de la mochila… y me quedo mirando cuánto ha crecido toda esta zona. Si frente a estos canchones volaba las cometas que con mucha paciencia hacia como los carrizos que un poco mas allá sacaba de los carrizales. ¡Vaya, ahora son casas! Aunque a decir verdad, nunca nos aventuramos mas allá de la Marsano. Que rápido han pasado esos años en los que, con la gente nos ibamos a sacar moras de los árboles de las chacras atrás de la lechería. O a sacar nísperos sin que se enteraran los vecinos… Es que uno crece y termina el colegio y ahora hace el viaje de todos los días a la universidad.

Regreso de mis andares… Falta solo un paradero. Ya imagino por anticipado hasta tu sonrisa. Y es que desde marzo hasta hoy, solo nos hemos mirado en silencio. Nos hemos sonreído. Hemos querido hablar uno antes que el otro y siempre nos hemos quedado cortos. Desde la primera vez que nos sentamos frente a frente. Fingimos no vernos. Yo miraba a través de la ventana la panadería desde la que se  llenaba de olor a pan recién horneado el bus: El Trigal. Tu subías como si fuera tu primer viaje sola. Nerviosa. Mirando el reloj, mirando cada paradero como si te fueras a pasar. Sonreía al ver como no podías con tantos libros y cuadernos en la mano. Cuadernos nuevecitos. ¿En dónde estudias? ¿Hasta dónde viajas?

El bus se detiene, se abren las puertas. Levanto la mirada para ver si subes como cada mañana. Se cierran las puertas. El bus arranca…

Me pongo de pie casi al instante para dejar que las dos abuelitas que subieron juntas se puedan sentar una frente a la otra. Camino aún desorientado un par de asientos mas atrás. Y me dejo caer.

Todo el discurso que había preparado se me había escapado de las manos como un globo que se suelta al viento. Pues no… no subiste esta mañana al bus.

– ¿No llegó?
– No, respondo casi mecánicamente
– Creo que te has tomado mucho tiempo en hablarle…

Levanto la mirada y encuentro esos ojazos pardos bajo esas terribles pestañas…

– Hola, me llamo Mariana. Si, seguro que vas a decir que soy una loca que le habla al primer desconocido que se sienta a su lado, pero no. Te veo cada mañana al subir sentado en el mismo lugar desde hace meses. Luego la veo a ella llegar y me quedo observándote como haces el tonto con ella. Pierdes el tiempo. No te hará caso.

Me quedé sin palabras… por un momento me sentí el único individuo en el bus, en Lima, en medio planeta.

– Este… hola… Me llamo César
– Si, lo sé. Lo leí la primera vez que me ayudaste con mis cuadernos. ¿No te acuerdas? No, que te vas a acordar. Me ayudaste a recoger mis cosas una vez que se me «cayeron» y allí mismo vi tu nombre en uno de tus libros.

Y tus ojos sonrieron mas que tus labios. Y mis nervios se esfumaron.

Creo que no hace falta decir dónde me sentaré mañana en el bus…

la 59